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Silicia, un baile hermoso




 Aún recuerdo como mi inocencia en aquel viaje hizo posible que te encontrara. Me aventuré a viajar a Sicilia, sin ningún propósito, me llamaba la atención la isla que el Mediterráneo acunaba junto a tres mares más. Tengo en mi mente, como si fuera ayer, la imagen de la niña con trenzas color azabache y ojos brillantes, que durante todo el trayecto en el avión, me enseñaba estampas de santas y vírgenes: Santa Rosalía, Santa Ágata... Cada vez que acababa el relato, en su italiano con acento del sur, le daba un pequeño beso y me miraba para que yo también besara la imagen. Al final del viaje me regaló, por mi sorpresa, la estampa de Santa Rosalía patrona de Palermo, que guardé en un bolsillo de mis pantalones.
  Subí al autobús que me llevaba a la ciudad, cansada y feliz de emprender el viaje. Aún conservo la sensación pegajosa en mi pie derecho al pisar aquel chicle que me hizo detenerme junto a Mariana, quien me invitó sonriente a sentarme a su lado. Una viejecita encantadora que venía de ver a su hijo en Barcelona y que feliz, me explicó que iba a ser abuela de nuevo. Tenía ya siete nietos, repartidos por medio mundo. Me habló de cómo Sicilia, castigada por la mafia y las crisis, se había transformado en una isla viva, con ilusión, y libre de seguir su camino. Me enseñó desde la autopista la casita donde hicieron detonar la bomba que mató a Falcone, el juez que inició el maxiproceso contra la mafia y me explicó como toda la población entendió, en ese momento, que ya era hora de plantar cara a la mafia. Contemplando por la ventanilla las miles de luces que asomaban por el horizonte, me dejé llevar, con un nudo en mi garganta, por las historias que Mariana me explicaba. Cuando llegamos a la plaza Politeama me despedí con un abrazo y ella me bendijo con un beso en la frente.
De camino al hotel me tropecé con la Procesión de Santa Rosalía, y mi corazón saltó de emoción al darme cuenta de la sincronicidad con mi estampita, que acaricié dentro de mi bolsillo. Las luces de las velas, la gente entre rezos y mis dudas sobre lo que estaba presenciando, se sumaron a la alegría de las personas en los restaurantes, a los taxis con sus músicas y la noche con una luna llena que lo abarcaba todo.
Jamás imaginé, que ese sería mi hogar el resto de mi vida y que allí encontraría el amor.
  Sonrío y recuerdo la camisa blanca anudada en mi cintura y mi bolsa colgada de mi hombro, como el sudor empezó a recorrer mi cuerpo y mi pelo dorado se pegó a mi espalda. Capturé la esencia de Palermo, los gestos de sus gentes, los rincones sembrados de historia. Descubrí platos de sabores únicos, rociados de vinos y licores. Comprobé la pobreza que toda ciudad acoge, con sus desventurados y sus miserias.
Conservo íntegro el recuerdo de aquellos días, del calor sofocante y de los baños en un mar turquesa, junto a pueblos y rincones escondidos, parados en el tiempo. Esos amaneceres y atardeceres rojos, ese infinito azul y el aire con sabor a mar.
  Y aún tenía que venir el encuentro contigo junto a la Catedral de Catania. El encuentro con tus rizos negros y tus ojos verdes que me cautivaron para siempre, junto al Elefante de la plaza. Encontré tu mirada y el mundo dejó de existir. Escuché más tarde que cuando una bruja encuentra a su amor, una pequeña descarga azul es la señal de que ese es el amor de su vida… Creo que no puede articular palabra y seguí mi camino turbada por el encuentro.
Allí junto al volcán Etna que despedía humeante su energía, encontré aquello que sin saber andaba buscando, y pude a aprender a tu lado, aquello que ningún maestro te muestra, que ninguna madre puede contarte, aquello que nos hace grandes y pequeños a la vez.

A partir de ahí, fue un baile hermoso donde uno y uno no suman dos sino que reproducen el universo entero.

Marta Tadeo
Escritora, fotógrafa y terapeuta.

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