“Era una tarde lluviosa de otoño. Elba conducía rápido, quizás demasiado rápido, aducida por las prisas de todo el día, seguía acelerada para llegar antes a casa, hacer la cenar, duchar a las gemelas, llegar a la cama antes de las doce y quizás leer uno o dos páginas del libro que Daniel le había regalado para Sant Jordi y aún no había tenido el tiempo de abrirlo. La lluvia se intensificó y obligó a Elba conducir más despacio, la luna del coche empezaba a empañarse dificultando la visión aún más. Un perro cruzó la carretera de repente y Elba tuvo esquivarlo derrapando en la calzada mojada. El coche se paró justo delante de una marquesina de un autobús. Elba respiraba agitada, el corazón le latía con fuerza, tuvo suerte de no acabar en la cuneta. —Señora, ¿está bien? Un chico joven, moreno con una capucha y tejanos había golpeado la ventanilla preocupado por el estado de Elba. —Sí, gracias, se me ha cruzado un perro. —No, era un zorro, ha saltado de la calzada para desaparecer en el
—Tenemos un problema —le susurró Simón mientras entraban en la gran sala donde se reunían habitualmente. —Ya lo sé, se oyen rumores que nos tendremos que ir a África, donde es más fácil encontrar a los donantes — le contestó inclinado la cabeza algo irritado. —No, es eso. Si quieren pueden descubrimos— abrió los ojos ofendido, por primera vez se sintió amenazado. —Es imposible —contestó con aspereza —. ¿Quién va a hacerlo?. —¿Te has hecho la prueba? —le desafió. —Claro —le miró —soy negativo. La sala estaba repleta pero un silencio había impregnado cada rincón. Las máscaras eran imprescindibles para poder asegurar la inmunidad de los asistentes, pero la mayoría se conocían. Se sentaron cada uno en su sillón rojo. Simon miró hacia atrás, con el tiempo había ascendido en la sociedad y ocupaba la segunda fila, un lugar privilegiado en el cual la información que se manejaba influía en todo el mundo. Le había costado muchos esfuerzos llegar a ese puesto, muchos sacrificios y algún